Los prejuicios: esclavos de sus servidumbres
Los prejuicios son tan viejos como la humanidad. Ni las culturas como colectivos ni las personas como individuos se libran de ellos. En el mejor de los casos, se minimizan, en el peor, se desbordan y contaminan gravemente toda la vida social.
La tendencia minimizadora requiere un esfuerzo, no se desarrolla de forma espontanea. Tanto en el caso de un individuo como en el de un colectivo. La explicación de la necesidad de este esfuerzo radica en su origen atávico, en su raíz biológica. Sobre todo, en el caso de los prejuicios hacia otros individuos o colectivos: la desconfianza inicial ante los desconocidos en las sociedades tribales, en la medida que los desconocidos podían ser potenciales agresores, aumentaba las posibilidades de supervivencia.
En la actualidad vivimos en un mundo mezclado, caracterizado por las migraciones forzadas (a causa de la pobreza) y los viajes voluntarios (relacionados con el ocio o el negocio), caracterizado por la convivencia y las uniones de personas de orígenes étnicos dispares, por el mestizaje biológico y cultural. Caracterizado también por el fácil acceso a la información necesaria para constatar que ni el color de la piel ni los rasgos étnicos son indicativos de las bondades o maldades de un colectivo: el carácter (por ejemplo pacífico o belicoso), no viene determinado por la pertenencia a una determinada etnia. En cambio la pertenencia a una determinada cultura sí que puede ejercer una influencia de este tipo (ya sea el caso de culturas extensas, regionales, o el de una cultura reducida, la familiar o la del ámbito de la pandilla).
Pero a pesar de lo dicho, siguen floreciendo y enquistándose los prejuicios. Ahora ya totalmente disociados de su antigua utilidad relacionada con el instinto de supervivencia durante los tiempos remotos de los clanes aislados y su vida primitiva.
Siguen existiendo prejuicios hacia aquellas personas con características raciales distintas. Estos prejuicios además se pueden agravar (o al contrario, atenuar), en función de características como la riqueza o la pobreza (de la persona hacia la que se siente el prejuicio), la belleza o la fealdad, la cultura o la incultura, la simpatía o la adustez. Y desde luego, en función del sexo, y todavía más, en función de las eventuales orientaciones sexuales de carácter minoritario, "discordantes".
Cada cual tiene sus particulares combinaciones y grados de prejuicios, especialmente si no se observa a si mismo de forma crítica. Es decir, si no está atento y se deja llevar por la corriente, sin cuestionar las costumbres del colectivo al que pertenece (así como sus propias manías particulares).
Como somos seres humanos inteligentes, podemos usar nuestras capacidades para reflexionar sobre todo ello, observando nuestras convicciones, si es preciso cuestionándolas, si es necesario abandonándolas, sustituyéndolas por actitudes nuevas. Podemos hacer este proceso o no hacerlo: si la opción elegida sólo incide sobre nosotros mismos, socialmente es indiferente, sólo servirá para que seamos mejores o peores personas o, evitando las calificaciones morales, personas con un grado mayor o menor de lucidez, con visiones más o menos objetivas o distorsionadas de la realidad.
Pero si la opción que elegimos tiene repercusiones sociales, lo que hagamos ya no es indiferente. I si en concreto ocupamos algún cargo público y desde él alimentamos cualquier tipo de prejuicio, esto es algo que la sociedad no nos debería tolerar.
Todo ello viene a cuenta de lo siguiente. Es una lacra habitual de los cuerpos policiales la rutina de las identificaciones y detenciones según criterios raciales, sin ningún indicio objetivo de conducta delictiva que lo justifique. Es un hecho sabido que el porcentaje de identificaciones arbitrarias, de individuos con características étnicas distintas de las de la mayoría de la población, es desproporcionadamente elevado.
Naturalmente, el policía que patrulla la calle no es el responsable de la discriminación, es sólo un brazo ejecutor. También es un brazo ejecutor el superior que le transmite las órdenes. Este, a su vez, las ha recibido, a través de la cadena de mandos, del jefe del cuerpo de policía, el cual ya tiene una considerable autonomía para decidir en uno u otro sentido. Pero también dentro de unos límites, ya que a su vez él está sujeto a las directrices que marcan los políticos. Nos referimos, claro, en el caso de una sociedad democrática en la que exista esta subordinación (los regímenes antidemocráticos y las dictaduras militares son otra historia).
En las democracias, los administradores del poder (los políticos), lo administran porque han sido votados. Por lo que al final son los votantes quienes, con su voto, deciden, deberían decidir, el comportamiento del polícía que patrulla la calle. ¿Qué no es así? Pues si no es así, si no hay esta relación de subordinación de la gestión del político con los votantes, es que hay que cambiar el sistema electoral y el sistema de gobierno, y convertirlo en verdaderamente democrático.
Pero, ¿y si el modelo policial actual, discriminador, es el que prefiere la mayoría de la población? Pues entonces la labor que tenemos pendiente todavía es mayor. Si consideramos que la policía (como el resto de la sociedad) se debe subordinar a los principios proclamados en la Declaración Universal de los Derechos Humanos, y ocurre que nos sentimos en minoría, no nos queda más remedio de asumir que también es responsabilidad nuestra intentar incidir sobre la forma de pensar de la gente que nos rodea, y ampliar así la masa de ciudadanos y electores favorables al respeto generalizado de los derechos humanos.
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